Un tesoro escondido No tiene nada de tonto el que da lo que no puede guardar para ganar lo que no puede perder. —Jim Elliot
Estamos en el siglo primero. Un hebreo camina solo en una calurosa tarde, bastón en mano. Lleva los hombros encorvados, las sandalias cubiertas de polvo y la túnica manchada de sudor. Pero no se detiene a descansar. Tiene un asunto urgente en la ciudad.
Se sale del camino para adentrarse en un campo, buscando un atajo. Al dueño no le va a importar; es una cortesía que se tiene con los viajeros. El suelo es irregular. Para mantener el equilibrio, va metiendo el bastón en la tierra.
¡Pam! El bastón golpea algo duro.
Se detiene, se seca la frente e introduce de nuevo el bastón.
¡Pam! Allí dentro hay algo, y no es una piedra.
El cansado viajero se dice que no se puede dar el lujo de atrasarse allí. Pero la curiosidad no lo deja moverse. Golpea el suelo. Algo refleja un rayo de sol. Se tira de rodillas y comienza a cavar.
Cinco minutos más tarde la descubre: una caja con bordes de oro. Por el aspecto, parece haber estado allí durante décadas.
Mientras el corazón le late deprisa, fuerza el herrumbroso candado y abre la tapa.
¡Monedas de oro! ¡Joyas! ¡Piedras preciosas de todos los colores! Un tesoro más valioso que cuanto él se haya imaginado jamás.
Con temblorosas manos, el viajero revisa las monedas, acuñadas en Roma más de setenta años atrás. Algún hombre rico debe haber enterrado la caja y muerto repentinamente, muriendo con él el secreto de la ubicación del tesoro. No hay ninguna casa por los alrededores. Seguramente, el dueño actual de la tierra no tiene idea alguna de que haya en ella un tesoro.
El viajero cierra la tapa, entierra el baúl y marca el lugar. Se da media vuelta y se dirige a su casa; solo que ahora ya no arrastra los pies. Va pegando saltos como un chiquillo, y lleva una amplia sonrisa en el rostro.
¡Qué descubrimiento!¡Increíble!¡Ese tesoro tiene que ser mío! Pero no me puedo quedar con él sin más; eso sería robar. El que sea dueño del campo, es dueño de todo lo que haya en él. Pero, ¿de dónde saco yo para comprarlo? Voy a vender mi finca... las cosechas... mis herramientas... mis bueyes, que tanto aprecio. Sí; si lo vendo todo, con eso debiera bastar.
Desde el momento de su descubrimiento, la vida del viajero cambia. El tesoro captura su imaginación, y se vuelve la inspiración de sus sueños. Es su punto de referencia; su nuevo centro de gravedad. Cada nuevo paso que da el viajero, lo da pensando en el tesoro. Experimenta un radical cambio en sus paradigmas.
Jesús capta esta historia en un solo versículo: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo” (Mateo 13: 44).
La relación con el dinero
La parábola del tesoro escondido es una de las muchas veces que Jesús se refiere al dinero y a las posesiones. De hecho, el quince por ciento de todo lo que Él dijo se refiere a este tema; es más que sus enseñanzas sobre el cielo y el infierno, juntas. ¿Por qué insistió tanto Jesús en el dinero y las posesiones?
Porque hay una conexión fundamental entre nuestra vida espiritual y nuestra forma de pensar acerca del dinero, y de manejarlo. Nosotros trataremos de divorciar nuestra fe de nuestra economía, pero Dios las ve como inseparables.
Hace años me di cuenta de esto en un avión mientras leía Lucas 3. Juan el Bautista le está predicando a una multitud de personas que se han reunido para oírlo y recibir su bautismo. Tres grupos distintos le preguntan qué deben hacer para dar el fruto del arrepentimiento. Juan da tres respuestas:
1. Todos deben compartir su ropa y su comida con los pobres (v. 11).
2. Los recaudadores de impuestos no deben exigir más dinero del que es justo (v. 13).
3. Los soldados se deben contentar con su sueldo, sin extorsionar para obtener dinero (v. 14).
Las tres respuestas tienen que ver con el dinero y las posesiones. Sin embargo, nadie le había preguntado eso a Juan el Bautista. Le habían preguntado qué debían hacer para manifestar el fruto de la transformación espiritual. Entonces, ¿por qué no habló Juan de otras cosas?
Allí sentado en aquel avión, me di cuenta de que nuestra forma de relacionarnos con el dinero y las posesiones no solo es importante, sino que es central en nuestra vida espiritual. Tiene una prioridad tan elevada para Dios, que Juan el Bautista no pudo hablar de espiritualidad sin hablar acerca de la forma de manejar el dinero y las posesiones.
Eso mismo comencé a notar en otros pasajes. Zaqueo le dijo a Jesús: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado” (Lucas 19:8).
¿La respuesta de Jesús? “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (v. 9). El enfoque nuevo y radical de Zaqueo con respecto al dinero demostraba que su corazón había sido transformado.
Después encontré a los convertidos en Jerusalén, que vendieron alegres sus posesiones a fin de ayudar a sus necesitados (Hechos 2:45; 4:32-35). Y los ocultistas de Éfeso, que demostraron que su conversión era auténtica cuando quemaron sus libros de magia, valorados en lo que hoy equivaldría a millones de dólares (Hechos 19:19).
La viuda pobre se destaca en las páginas de las Escrituras por haber dado dos moneditas. Jesús la elogia: “Ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Marcos 12:44).
Hay un fuerte contraste cuando Jesús habla de un hombre rico que gastó en sí mismo todas sus riquezas. Tenía planes de echar abajo sus graneros para construir otros más grandes, almacenando para sí, de manera que se pudiera retirar pronto y tomar la vida con tranquilidad.
Pero Dios le llamó necio y le dijo: “Esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” (Lucas 12:20). La mayor acusación en su contra —y lo que demostraba su estado espiritual— es que era rico para sí mismo; no rico para Dios. Cuando un joven le preguntó a Jesús qué debía hacer para ganar la vida eterna, Jesús le respondió: “Anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo 19:21). Aquel joven estaba obsesionado con sus tesoros terrenales. Jesús lo llamó a algo más elevado: los tesoros del cielo.
Él sabía que el dinero y las posesiones eran el dios de aquel hombre. Se daba cuenta de que no iba a servir a Dios, a menos que destronara al dinero, que era su ídolo. Pero él consideró que el precio era demasiado grande. Por eso se alejó triste de los tesoros verdaderos.
¿Listo o tonto?
El joven no estuvo dispuesto a dejarlo todo para obtener un tesoro mayor; en cambio, nuestro viajero que entró al campo sí. ¿Por qué? Porque el viajero comprendió lo que aquello le ganaría.
¿Siente lástima por el viajero? Al fin y al cabo, su descubrimiento le costó todo lo que tenía. Pero no nos debemos compadecer de este hombre; lo debemos envidiar. Su sacrificio palidece comparado con su recompensa. Piense en la proporción entre el costo y los beneficios; los beneficios superaron grandemente al costo.
El viajero hizo unos cuantos sacrificios a corto plazo para obtener una recompensa a largo plazo. Usted se lamentará diciendo: “Le costó todo lo que poseía”. Sí, pero le hizo ganar todo lo que importaba.
Si nos perdemos la palabra “gozoso”, nos lo perdemos todo. Aquel hombre no estaba cambiando unos tesoros menores por otros más grandes, movido por una pesada obligación, sino por el gozo y el júbilo. Habría sido tonto de no haber hecho exactamente lo que hizo.
La historia de Cristo acerca del tesoro en el campo es una lección objetiva con respecto a los tesoros del cielo. Por supuesto, por grande que fuera el valor de esa fortuna terrenal, no tendría valor alguno en la eternidad. De hecho, este es exactamente el tipo de tesoro en cuya búsqueda la gente gasta la vida. Jesús apela a lo que nosotros valoramos —los tesoros terrenales y temporales— con el fin de hacer una analogía sobre lo que debemos valorar: los tesoros celestiales y eternos.
David habló de este tipo de tesoros: “Me regocijo en tu palabra como el que halla muchos despojos” (Salmo 119:162). Las promesas de Dios son tesoros eternos, y su descubrimiento produce gran gozo.
En Mateo 6, Jesús revela por completo los fundamentos de lo que yo he llamado “El principio del tesoro”. Es una de las enseñanzas más descuidadas:
No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón. (Mateo 6:19-21)
Piense en lo que está diciendo Jesús: “No os hagáis tesoros en la tierra”. ¿Por qué no? ¿Porque los tesoros de la tierra son malos? No. Porque no duran.
Las Escrituras dicen: “¿Has de poner tus ojos en las riquezas, siendo ningunas? Porque se harán alas como alas de águila, y volarán al cielo” (Proverbios 23:5). Qué imagen. La próxima vez que compre algo valioso, imagínese que echa alas y sale volando. Tarde o temprano va a desaparecer.
Pero cuando Jesús nos advierte que no almacenemos tesoros en la tierra, no es solo porque esos tesoros se podrían perder; es porque siempre se pierden. O ellos nos dejan a nosotros mientras vivimos, o nosotros los dejamos a ellos cuando morimos. No hay excepciones.
Imagínese que vive a fines de la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. Vive en el sur, pero es norteño. Tiene planes de regresar a su lugar tan pronto como termine la guerra. Mientras ha estado en el sur, ha acumulado una gran cantidad de dinero confederado. Supongamos también que sabe con toda certeza que el norte va a ganar la guerra, y que el final es inminente. ¿Qué va a hacer con su dinero confederado?
Si es listo, solo hay una respuesta. Debe cambiar de inmediato su dinero confederado por dinero de los Estados Unidos; el único dinero que va a tener valor cuando termine la guerra. Guarde solo la cantidad de dinero confederado que necesite para atender a sus necesidades a corto plazo.
Por ser cristiano, usted tiene conocimiento seguro sobre la agitación mundial que va a producir al final de los tiempos el regreso de Cristo. Es el consejo máximo de los que saben bien las cosas: El dinero terrenal va a perder todo su valor cuando Cristo regrese... o cuando usted muera; lo que primero suceda. (Y cualquiera de las dos cosas se podría producir de un momento a otro.)
Los expertos en inversiones conocidos como marcadores de mercado leen las señales de que el mercado de valores está a punto de bajar, y recomiendan que se pasen de inmediato los fondos a medios más seguros, como mercados de dinero, fondos del tesoro o certificados de depósito.
Jesús funciona aquí como el máximo marcador de mercado. Nos dice que de una vez por todas cambiemos de vehículo de inversión. Nos indica que hagamos transferencia de nuestros fondos desde la tierra (que es volátil y está lista para hundirse permanentemente) hasta el cielo (que es totalmente sólido, está asegurado por Dios mismo, y pronto va a reemplazar a la economía de la tierra). Las predicciones económicas de Cristo para la tierra son sombrías; en cambio, no tiene reserva alguna en cuanto a empujarnos para que invirtamos en el cielo, donde todos los indicadores del mercado son eternamente positivos.
El dinero confederado no tiene nada de malo, siempre que nosotros comprendamos sus límites. La comprensión de que tiene un valor temporal debe afectar de manera radical a nuestra estrategia para invertir. Acumular grandes tesoros terrenales a los que le va a ser imposible aferrarse por largo tiempo, es lo mismo que apilar dinero confederado, a pesar de saber que está a punto de perder todo su valor.
Según Jesús, almacenar tesoros terrenales no es solo algo errado. Es simplemente absurdo.
Una mentalidad de tesoro
Jesús no se limita a decirnos dónde no debemos poner nuestros tesoros. También nos da el mejor consejo sobre inversiones que oiremos jamás: “Haceos tesoros en el cielo” (Mateo 6:20).
Si dejáramos de leer demasiado pronto, habríamos pensado que Cristo está en contra de que almacenemos tesoros para nosotros mismos. No. Está totalmente a favor. De hecho, nos ordena que lo hagamos. Jesús tiene una mentalidad de tesoro. Quiere que almacenemos tesoros. Solo nos dice que dejemos de almacenarlos en el lugar indebido, y comencemos a almacenarlos en el debido.
“Haceos”. ¿No le parece raro que Jesús nos ordene hacer algo que es para nuestro mayor bien? ¿Acaso hacerlo no sería egoísmo? No. Dios espera que actuemos movidos por un interés en nosotros mismos que esté iluminado, y nos ordena hacerlo. Quiere que vivamos para su gloria, pero lo que es para su gloria, siempre es para nuestro bien. John Piper lo dice así: “Cuando más se glorifica Dios en nosotros, es cuando más nos satisfacemos nosotros en Él”.
El egoísmo aparece cuando tratamos de ganar a expensas de otros. Pero Dios no tiene un número limitado de tesoros que distribuir. Cuando usted almacena tesoros para sí en el cielo, esto no disminuye la cantidad de tesoros que están a disposición de los demás. De hecho, sirviendo a Dios y a los demás es como almacenamos tesoros celestiales. Todo el mundo gana; nadie pierde.
Jesús está hablando de una gratificación diferida. El hombre que halla el tesoro en el campo paga un alto precio ahora, al dejar todo cuanto tiene... pero pronto va a adquirir un fabuloso tesoro. Mientras mantenga los ojos fijos en el tesoro, va a hacer con gozo sus sacrificios a corto plazo. El gozo está presente, así que la gratificación no es totalmente diferida. El gozo presente procede de la expectación del gozo futuro.
¿Qué es este “tesoro en el cielo”? En él se incluyen poder (Lucas 19:15-19), posesiones (Mateo 19:21) y placeres (Salmo 16: 11). Jesús promete que los que se sacrifiquen en la tierra recibirán “cien veces más” en el cielo (Mateo 19:29). El diez mil por ciento: una ganancia impresionante.
Por supuesto, Cristo mismo es nuestro tesoro máximo. Todo lo demás palidece, comparado con Él y con el gozo de conocerle (Filipenses 3:7-11). Una persona,Jesús, es nuestro primer tesoro. Un lugar, el cielo, es nuestro segundo tesoro. Las posesiones y las recompensas eternas son nuestro tercer tesoro. (¿Para qué persona está usted viviendo? ¿Para qué lugar? ¿Para qué posesiones?) “Haceos tesoros en el cielo”. ¿Por qué? ¿Porque es lo correcto? No solo eso, sino porque es inteligente. Porque esos tesoros son los que perduran. Jesús presenta unos argumentos básicos. Su exhortación no es emocional; es lógica: invirtamos en lo que tiene un valor duradero.
Nunca va a ver un carro fúnebre tirando de un camión de almacenaje. ¿Por qué? Porque usted no se puede llevar nada de eso consigo.
No temas cuando se enriquece alguno, cuando aumenta la gloria de su casa; porque cuando muera no llevará nada,
ni descenderá tras él su gloria. (Salmo 49:16-17)
John D. Rockefeller fue uno de los hombres más ricos que hayan existido jamás. Después de morir él alguien le preguntó a su contador: “¿Cuándo dinero dejó John D.?” La respuesta fue clásica: “Lo dejó... todo”.
Nadie se puede llevar nada consigo.
Si tiene esta idea bien clara en su mente, ya está listo para oír el secreto del Principio del tesoro.
El principio del tesoro
Jesús toma la profunda verdad de que no nos podemos llevar nada, y le añade un sorprendente calificativo. Al decirnos que nos almacenemos tesoros en el cielo, nos presenta un asombroso corolario, al que yo llamo “el Principio del tesoro”:
No nos llevamos nada con nosotros...
pero lo podemos mandar por delante.
Así de sencillo. Y si no lo deja sin respiración, es que no lo está comprendiendo. Todo aquello a lo que nos tratemos de aferrar aquí abajo, se va a perder. Pero todo lo que pongamos en las manos de Dios, va a ser nuestro para toda la eternidad (asegurado por una cantidad infinitamente mayor que cien mil dólares por la verdadera CSDP, la Corporación de Seguros de Depósitos del Padre).
Si damos en lugar de guardar; si invertimos en lo eterno, y no en lo temporal, estaremos almacenando en el cielo unos tesoros que nunca dejarán de pagarnos dividendos. Los tesoros que almacenemos en la tierra quedarán atrás cuando nos vayamos. Los que almacenemos en el cielo nos estarán esperando cuando lleguemos.
Los expertos en planificación financiera nos dicen: “Cuando se trate de su dinero, no piense solo en tres meses o tres años por delante. Piense en treinta años”. Cristo, el consejero máximo en las inversiones, lo lleva más lejos. Nos dice: “No preguntes cómo te va a estar pagando tu inversión dentro de solo treinta años. Pregunta cómo te va a estar pagando dentro de treinta millones de años”.
Supongamos que yo le ofrezco hoy mil dólares para que los gaste en lo que quiera. No está mal. Pero suponga que le doy a escoger: puede tener mil dólares hoy, o diez millones de dólares dentro de cinco años. Solo un tonto aceptaría los mil dólares hoy. Sin embargo, eso mismo es lo que hacemos cuando nos aferramos a algo que solo va a durar un instante, prescindiendo de algo mucho más valioso, de lo que podríamos disfrutar más tarde, y por mucho más tiempo.
El dinero que Dios nos encomienda aquí en la tierra es un capital para hacer inversiones eternas. Todos los días son oportunidades para comprar más acciones en su Reino.
No se lo puede llevar consigo, pero lo puede enviar por delante.
Es un concepto revolucionario. Si usted lo acepta, le garantizo que va a transformar su vida. Cuando almacene tesoros celestiales, adquirirá una versión perdurable de lo que aquel hombre halló en el tesoro que estaba escondido en el campo. El gozo.
Extracto de El Principio Del Tesoro por Randy Alcorn, capítulo uno.
Buried Treasure
He is no fool who gives what he cannot keep
to gain what he cannot lose. — Jim Elliot
A first-century Hebrew walks alone on a hot afternoon, staff in hand. His shoulders are stooped, sandals covered with dirt, tunic stained with sweat. But he doesn’t stop to rest. He has pressing business in the city.
He veers off the road into a field, seeking a shortcut. The owner won’t mind—travelers are permitted this courtesy. The field is uneven. To keep his balance he thrusts his staff into the dirt.
Thunk. The staff strikes something hard.
He stops, wipes his brow, and pokes again.
Thunk. Something’s under there, and it’s not a rock. The weary traveler tells himself that he can’t afford to linger. But his curiosity won’t let him go. He jabs at the ground. Something reflects a sliver of sunlight. He drops to his knees and starts digging.
Five minutes later, he’s uncovered it—a case fringed in gold. By the looks of it, it’s been there for decades. Heart racing, he pries off the rusty lock and opens the lid.
Gold coins! Jewelry! Precious stones of every color! A treasure more valuable than anything he’s ever imagined.
Hands shaking, the traveler inspects the coins, issued in Rome over seventy years ago. Some wealthy man must have buried the case and died suddenly, the secret of the treasure’s location dying with him. There is no homestead nearby. Surely the current landowner has no clue that the treasure’s here. (By the way, parables have one central purpose. The point of this one is not to command taking advantage of a landowner’s ignorance, but to respond joyfully at finding buried treasure.)
The traveler closes the lid, buries the chest, and marks the spot. He turns around, heading home—only now he’s not plodding. He’s skipping like a little boy, smiling broadly.
What a find! Unbelievable! I’ve got to have that treasure! But I can’t just take it—that would be stealing. Whoever owns the field owns what’s in it. But how can I afford to buy it? I’ll sell my farm... and crops... all my tools...my prize oxen. Yes, if I sell everything, that should be enough!
From the moment of his discovery, the traveler’s life changes. The treasure captures his imagination, becomes the stuff of his dreams. It’s his reference point, his new center of gravity. The traveler takes every new step with this treasure in mind. He experiences a radical paradigm shift.
This story is captured by Jesus in a single verse: “The kingdom of heaven is like treasure hidden in a field. When a man found it, he hid it again, and then in his joy went and sold all he had and bought that field” (Matthew 13:44).
Some believe this passage speaks of people finding the treasure of Christ and His kingdom. Many believe it speaks of Jesus giving His life to obtain the treasure of the subjects and kingdom He rules. In either case, it certainly envisions the joy of finding great and eternal treasure that far surpasses the costs to obtain it.
As we will see, the biblical basis for the treasure principle is not this passage, but Matthew 6:19–21. Nevertheless, Matthew 13:44 serves as a vivid picture of the joy of surrendering lesser treasures to find greater ones.
The Money Connection
The parable of hidden treasure is one of many references and illustrations Jesus made using money and possessions. In fact, 15 percent of everything Christ said relates to this topic—more than His teachings on heaven and hell combined.
Why did Jesus put such an emphasis on money and possessions?
Because there’s a fundamental connection between our spiritual lives and how we think about and handle money. We may try to divorce our faith and our finances, but God sees them as inseparable.
Years ago I came to this realization on an airplane while reading Luke 3. John the Baptist is preaching to crowds of people who’ve gathered to hear him and be baptized. Three different groups ask him what they should do to bear the fruit of repentance. John gives three answers:
- Everyone should share clothes and food with the poor (v. 11).
- Tax collectors shouldn’t pocket extra money (v. 13).
- Soldiers should be content with their wages and not extort money (v. 14).
Each answer relates to money and possessions. But no one asked John about that! They asked what they should do to demonstrate the fruit of spiritual transformation. So why didn’t John talk about other things?
Sitting there on that airplane, I realized that our approach to money and possessions isn’t just important—it’s central to our spiritual lives. It’s of such high priority to God that John the Baptist couldn’t talk about spirituality without talking about how to handle money and possessions.
The same thing began to jump out at me in other passages. Zacchaeus said to Jesus, “Look, Lord! Here and now I give half of my possessions to the poor, and if I have cheated anybody out of anything, I will pay back four times the amount” (Luke 19:8).
Jesus’ response? “Today salvation has come to this house” (v. 9). Zacchaeus’s radical new approach to money proved that his heart had been transformed.
Then there were the Jerusalem converts who eagerly sold their possessions to give to the needy (Acts 2:45; 4:32–35). And the Ephesian occultists, who proved their conversion was authentic when they burned their magic books, worth what today would be millions of dollars (Acts 19:19).
The poor widow steps off the pages of Scripture by giving two small coins. Jesus praised her: “She, out of her poverty, put in everything” (Mark 12:44).
In stark contrast, Jesus spoke of a rich man who spent all his wealth on himself. He planned to tear down his barns and build larger ones, storing up for himself so he could retire early and take life easy.
But God called the man a fool, saying, “This very night your life will be demanded from you. Then who will get what you have prepared for yourself?” (Luke 12:20).
The greatest indictment against him—and the proof of his spiritual condition—is that he was rich toward himself, but not rich toward God.
When a rich young man pressed Jesus about how to gain eternal life, Jesus told him, “Sell your possessions and give to the poor, and you will have treasure in heaven. Then come, follow me” (Matthew 19:2 1). The man was obsessed with earthly treasures. Jesus called him to something higher—heavenly treasures.
Jesus knew that money and possessions were the man’s god. He realized that the man wouldn’t serve God unless he dethroned his money idol. But the seeker considered the price too great. Sadly, he walked away from real treasures.
Smart Or Stupid?
This young man wasn’t willing to give up everything for a greater treasure, but our traveler in the field was. Why? Because the traveler understood what it would gain him.
Do you feel sorry for the traveler? After all, his discovery cost him everything. But we aren’t to pity this man; we’re to envy him! His sacrifice pales in comparison to his reward. Consider the costs-to-benefits ratio—the benefits far outweigh the costs.
The traveler made short-term sacrifices to obtain a long-term reward. “It cost him everything he owned,” you might lament. Yes, but it gained him everything that mattered.
If we miss the phrase “in his joy,” we miss everything. The man wasn’t exchanging lesser treasures for greater treasures out of dutiful drudgery but out of joyful exhilaration. He would have been a fool not to do exactly what he did.
Christ’s story about treasure in the field is an object lesson concerning heavenly treasure. Of course, no matter how great the value of that earthly fortune, it would be worthless in eternity. In fact, it’s exactly this kind of treasure that people waste their lives pursuing. Jesus is appealing to what we do value—temporary, earthly treasure—in order to make an analogy about what we should value—eternal, heavenly treasure.
David spoke of such treasure: “I rejoice in your promise like one who finds great spoil” (Psalm 119:162). God’s promises are eternal treasures, and discovering them brings great joy.
In Matthew 6, Jesus fully unveils the foundation of what I call the Treasure Principle. It’s one of His most-neglected teachings:
“Do not store up for yourselves treasures on earth, where moth and rust destroy, and where thieves break in and steal. But store up for yourselves treasures in heaven, where moth and rust do not destroy, and where thieves do not break in and steal. For where your treasure is, there your heart will be also.” (Matthew 6:19–21)
Consider what Jesus is saying: “Do not store up for yourselves treasures on earth.” Why not? Because earthly treasures are bad? No. Because they won’t last.
Scripture says, “Cast but a glance at riches, and they are gone, for they will surely sprout wings and fly off to the sky like an eagle” (Proverbs 23:5). What a picture. Next time you buy a prized possession, imagine it sprouting wings and flying off. Sooner or later it will disappear.
But when Jesus warns us not to store up treasures on earth, it’s not just because wealth might be lost; it’s because wealth will always be lost. Either it leaves us while we live, or we leave it when we die. No exceptions.
Imagine you’re alive at the end of the Civil War. You’re living in the South, but you are a Northerner. You plan to move home as soon as the war is over. While in the South you’ve accumulated lots of Confederate currency. Now, suppose you know for a fact that the North is going to win the war and the end is imminent. What will you do with your Confederate money?
If you’re smart, there’s only one answer. You should immediately cash in your Confederate currency for U.S. currency—the only money that will have value once the war is over. Keep only enough Confederate currency to meet your short-term needs.
As a Christian, you have inside knowledge of an eventual worldwide upheaval caused by Christ’s return. This is the ultimate insider trading tip: Earth’s currency will become worthless when Christ returns—or when you die, whichever comes first. (And either event could happen at any time.)
Investment experts known as market timers read signs that the stock market is about to take a downward turn, then recommend switching funds immediately into more dependable vehicles such as money markets, treasury bills, or certificates of deposit.
Jesus functions here as the foremost market timer. He tells us to once and for all switch investment vehicles. He instructs us to transfer our funds from earth (which is volatile and ready to take a permanent dive) to heaven (which is totally dependable, insured by God Himself, and is coming soon to forever replace earth’s economy). Christ’s financial forecast for earth is bleak—but He’s unreservedly bullish about investing in heaven, where every market indicator is eternally positive!
There’s nothing wrong with Confederate money, as long as you understand its limits. Realizing its value is temporary should radically affect your investment strategy. To accumulate vast earthly treasures that you can’t possibly hold on to for long is equivalent to stockpiling Confederate money even though you know it’s about to become worthless.
According to Jesus, storing up earthly treasures isn’t simply wrong. It’s just plain stupid.
A Treasure Mentality
Jesus doesn’t just tell us where not to put our treasures. He also gives the best investment advice you’ll ever hear: “Store up for yourselves treasures in heaven” (Matthew 6:20).
If you stopped reading too soon, you would have thought Christ was against our storing up treasures for ourselves. No. He’s all for it! In fact, He commands it. Jesus has a treasure mentality. He wants us to store up treasures. He’s just telling us to stop storing them in the wrong place and start storing them in the right place!
“Store up for yourselves.” Doesn’t it seem strange that Jesus commands us to do what’s in our own best interests? Wouldn’t that be selfish? No. God expects and commands us to act out of enlightened self-interest. He wants us to live to His glory, but what is to His glory is always to our good. As John Piper puts it, “God is most glorified in us when we are most satisfied in Him.”
Selfishness is when we pursue gain at the expense of others. But God doesn’t have a limited number of treasures to distribute. When you store up treasures for yourself in heaven, it doesn’t reduce the treasures available to others. In fact, it is by serving God and others that we store up heavenly treasures. Everyone gains; no one loses.
Jesus is talking about deferred gratification. The man who finds the treasure in the field pays a high price now by giving up all he has—but soon he’ll gain a fabulous treasure. As long as his eyes are on that treasure, he makes his short-term sacrifices with joy. The joy is present, so the gratification isn’t entirely deferred. Present joy comes from anticipating future joy.
What is this “treasure in heaven”? It includes power (Luke 19:15–19), possessions (Matthew 19:21), and pleasures (Psalm 16:11). Jesus promises that those who sacrifice on earth will receive “a hundred times as much” in heaven (Matthew 19:29). That’s 10,000 percent—an impressive return!
Of course, Christ Himself is our ultimate treasure. All else pales in comparison to Him and the joy of knowing Him (Philippians 3:7–11). A person, Jesus, is our first treasure. A place, heaven, is our second treasure. Possessions, eternal rewards, are our third treasure. (What person are you living for? What place are you living for? What possessions are you living for?)
“Store up for yourselves treasures in heaven.” Why? Because it’s right? Not just that, but because it’s smart. Because such treasures will last. Jesus argues from the bottom line. It’s not an emotional appeal; it’s a logical one: Invest in what has lasting value.
You’ll never see a hearse pulling a U-Haul. Why? Because you can’t take it with you.
Do not be overawed when a man grows rich, when the splendor of his house increases; for he will take nothing with him when he dies, his splendor will not descend with him. (Psalm 49:16–17)
John D. Rockefeller was one of the wealthiest men who ever lived. After he died someone asked his accountant, “How much money did John D. leave?” The reply was classic: “He left... all of it.”
You can’t take it with you.
If that point is clear in your mind, you’re ready to hear the secret of the Treasure Principle.
The Treasure Principle
Jesus takes that profound truth “You can’t take it with you” and adds a stunning qualification. By telling us to store up treasures for ourselves in heaven, He gives us a breathtaking corollary, which I call the Treasure Principle:
You can’t take it with you—
but you can send it on ahead.
It’s that simple. And if it doesn’t take your breath away, you’re not understanding it! Anything we try to hang on to here will be lost. But anything we put into God’s hands will be ours for eternity (insured for infinitely more than $100,000 by the real FDIC, the Father’s Deposit Insurance Corporation).
If we give instead of keep, if we invest in the eternal instead of in the temporal, we store up treasures in heaven that will never stop paying dividends. Whatever treasures we store up on earth will be left behind when we leave. Whatever treasures we store up in heaven will be waiting for us when we arrive.
Financial planners tell us, “When it comes to your money, don’t think just three months or three years ahead. Think thirty years ahead.” Christ, the ultimate investment counselor, takes it further. He says, “Don’t ask how your investment will be paying off in just thirty years. Ask how it will be paying off in thirty million years.”
Suppose I offer you one thousand dollars today to spend however you want. Not a bad deal. But suppose I give you a choice—you can either have that one thousand dollars today or you can have ten million dollars one year from now, then ten million more every year after that. Only a fool would take the thousand dollars today. Yet that’s what we do whenever we grab onto something that will last for only a moment, forgoing something far more valuable that we could enjoy later for much longer.
Of course, there are many good things God wants us to do with money that don’t involve giving it away. It is essential, for instance, that we provide for our family’s basic material needs (1 Timothy 5:8). But these good things are only a beginning. The money God entrusts to us here on earth is eternal investment capital. Every day is an opportunity to buy up more shares in His kingdom.
You can’t take it with you, but you can send it on ahead.
It’s a revolutionary concept. If you embrace it, I guarantee it will change your life. As you store up heavenly treasures, you’ll gain an everlasting version of what that man found in the treasure hidden in the field.
Joy.
Excerpt from The Treasure Principle by Randy Alcorn, Chapter 1.
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