Un Ford F-150 SuperCrew rojo circulaba por las calles de Albany, Georgia. El conductor de la furgoneta rebosaba optimismo, tanto que era incapaz de prever las batallas que estaban a punto de golpear su ciudad natal.
La vida va a ir bien aquí, se decía a sí mismo Nathan Hayes, de treinta y siete años. Tras pasar ocho años en Atlanta, Nathan había llegado a Albany, en dirección sur a tres horas de distancia, con su esposa y sus tres hijos. Un trabajo nuevo. Una casa nueva. Un nuevo comienzo. Incluso una furgoneta nueva.
Con las mangas subidas y las ventanillas bajadas, Nathan disfrutaba del sol del sur de Georgia. Entró en una estación de servicio al oeste de Albany, una versión remodelada de la misma gasolinera en la que él había parado veinte años atrás después de sacarse la licencia de conducir. Había estado nervioso. No era su zona de la ciudad: blancos en su mayoría, y en aquella época no conocía a muchos. Pero la gasolina había sido barata y el trayecto encantador.
Nathan se permitió un desperezo prolongado y lento. Introdujo su tarjeta de crédito y repostó gasolina tarareando satisfecho. Albany era la cuna de Ray Charles, Georgia on My Mind, y de la mejor cocina casera de la galaxia. Albany, con un tercio de población blanca, dos tercios negra, un cuarto por debajo del nivel de pobreza, había sobrevivido a varias inundaciones del río Flint y a una historia cargada de tensión racial. Pero, con sus virtudes y sus defectos, Albany era su hogar.
Nathan llenó el depósito, se metió en la furgoneta y giró la llave de contacto antes de acordarse de la masacre. Media docena de enormes y torpes insectos de junio se habían dejado la vida por imprimir su huella en el parabrisas.
Salió y sumergió el limpiacristales dentro de un cubo de agua que resultó estar totalmente seco.
Mientras buscaba otro cubo, Nathan se percató de la mezcla de gente que había en la estación de servicio: un ciudadano mayor demasiado cauto arrastrando su Buick sigilosamente hasta Newton Road, una mujer de mediana edad enviando un mensaje de móvil en el asiento del conductor, un chico con un pañuelo en la cabeza apoyado en un reluciente Denalti plateado.
Nathan dejó la furgoneta en marcha y la puerta abierta; se dio la vuelta solo unos segundos… o eso le pareció. Cuando la puerta se cerró de un portazo, ¡se giró al tiempo que su furgoneta se alejaba del surtidor!
La adrenalina se disparó. Corrió hacia el lado del conductor mientras su furgoneta se dirigía chirriando hacia la calle.
—¡Eh! ¡Para! ¡No! —Las habilidades que Nathan había adquirido en el equipo de fútbol americano de Dougherty Hill hicieron su aparición. Se lanzó, metió el brazo derecho por la ventanilla abierta y agarró el volante, corriendo junto a la furgoneta en movimiento.
—¡Para el coche! —gritó Nathan—. ¡Para el coche!
El ladrón, TJ, más duro que el acero, tenía veintiocho años y era el líder indiscutible de la Gangster Nation, una de las mayores bandas criminales de Albany.
—¿Estás loco, tío? —TJ podía levantar 200 kilos y pesaba treinta más que aquel tipo. No tenía la menor intención de devolver ese coche.
Aceleró hasta la calle principal, pero Nathan no se soltó. TJ golpeó una y otra vez su cara con potentes derechazos y después le aporreó los dedos para que se soltara.
—Vas a morir, tío; vas a morir.
Los dedos de los pies de Nathan le gritaban, sus zapatillas de correr Mizuno no eran para el asfalto. De vez en cuando, el pie derecho daba con el estribo y conseguía un pequeño respiro, pero lo perdía de nuevo cuando su cabeza recibía otro golpe. Con una mano agarrada al volante, Nathan arañó al ladrón. La furgoneta dio bandazos de derecha a izquierda. Al echarse hacia atrás para evitar los puñetazos, Nathan vio el tráfico que se aproximaba en dirección contraria.
TJ también lo vio, y se dirigió hacia él con la esperanza de que los coches le quitaran de encima a aquel estúpido.
Primero pasó como una bala un Toyota plateado, después un Chevy blanco; los dos se apartaron para esquivar a la furgoneta que iba dando volantazos. Nathan Hayes se balanceaba como un especialista de Hollywood.
—¡Suéltate, imbécil!
Por fin, Nathan consiguió un buen punto de apoyo en el estribo y empleó cada pizca de fuerza que le quedaba para tirar del volante. La furgoneta perdió en control y se salió a toda velocidad de la carretera. Nathan rodó sobre gravilla y maleza.
TJ se estrelló contra un árbol y el airbag le estalló en la cara, que quedó enrojecida con sangre. El pandillero salió dando traspiés de la furgoneta, aturdido, sangrando e intentando encontrarse las piernas. TJ quería vengarse de aquel tipo que se había atrevido a desafiarle, pero apenas podía dar unos cuantos pasos sin tambalearse.
El Denalti plateado de la estación de servicio paró en seco con un chirrido a tan solo unos metros de TJ.
—Date prisa, tío —gritó el conductor—. No merece la pena, hermano. Sube. ¡Vamos!
TJ subió tambaleándose al Denalti, que se alejó a toda velocidad. Aturdido, Nathan se arrastró hasta su vehículo. Tenía la cara roja y arañada, y la camisa de cuadros azul manchada. Sus vaqueros estaban rasgados, el zapato derecho roto y el calcetín ensangrentado.
Una mujer con el pelo caoba, vestida para ir al gimnasio con pantalones de yoga negros, salió de un salto del lado del acompañante de un Acadia blanco. Corrió hasta Nathan.
—¿Se encuentra bien?
Nathan la ignoró y siguió arrastrándose hacia su camioneta.
La conductora del todoterreno, una mujer rubia, estaba indicando su situación al operador del 911.
—Señor —dijo la mujer de pelo caoba—, tiene que quedarse quieto.
Nathan siguió arrastrándose, desorientado pero decidido.
—¡No se preocupe por el coche!
Nathan, que seguía moviéndose, dijo:
—No estoy preocupado por el coche.
Utilizó el neumático para levantarse lo suficiente como para abrir la puerta trasera de la furgoneta. Un llanto ensordecedor salió del asiento del coche. El pequeño dio rienda suelta a la conmoción contenida al ver a su papá de rodillas, sudoroso y sangrando. Nathan se acercó para tranquilizarlo.
Mientras las sirenas se aproximaban, la mujer de pelo caoba observó a Nathan con su pequeño, que llevaba un diminuto peto vaquero. Aquel desconocido no estaba ciegamente obcecado por una posesión material. No estaba loco.
Era un héroe, un padre que había arriesgado su vida por rescatar a su hijo.
Extracto de Reto de Valientes por Randy Alcorn, Capítulo uno.
A royal-red Ford F-150 SuperCrew rolled through the streets of Albany, Georgia. The pickup’s driver brimmed with optimism, so much that he couldn’t possibly foresee the battles about to hit his hometown.
Life here is going to be good, thirty-seven-year-old Nathan Hayes told himself. After eight years inAtlanta, Nathan had come home toAlbany, three hours south, with his wife and three children. New job. New house. New start. Even a new truck.
Sleeves rolled up and windows rolled down, Nathan enjoyed the south Georgia sunshine. He pulled into a service station in westAlbany, a remodeled version of the very one he’d stopped at twenty years earlier after getting his driver’s license. He’d been nervous. Wasn’t his part of town—mostly white folks, and in those days he didn’t know many. But gas had been cheap and the drive beautiful.
Nathan allowed himself a long, lazy stretch. He inserted his credit card and pumped gas, humming contentedly.Albanywas the birthplace of Ray Charles, “Georgiaon My Mind,” and some of the best home cookin’ in the galaxy. One-third white, two-thirds black, a quarter of the population below the poverty level, Albany had survived several Flint River floods and a history of racial tension. But with all its beauties and flaws,Albanywas home.
Nathan topped off his tank, got into his pickup, and turned the key before he remembered the carnage. A half-dozen big, clumsy june bugs had given their all to make an impression on his windshield.
He got out and plunged a squeegee into a wash bucket only to find it bone-dry.
As he searched for another bucket, Nathan noticed the mix of people at the station: an overly cautious senior citizen creeping his Buick ontoNewton Road, a middle-aged woman texting in the driver’s seat, a guy in a do-rag leaning against a spotless silverDenali.
Nathan left his truck running and door open; he turned away only seconds—or so it seemed. When the door slammed, he swung around as his truck pulled away from the pump!
Adrenaline surged. He ran toward the driver’s side while his pickup squealed toward the street.
“Hey! Stop! No!” Nathan’s skills from Dougherty High football kicked in. He lunged, thrust his right arm through the open window, and grabbed the steering wheel, running next to the moving pickup.
“Stop the car!” Nathan yelled. “Stop the car!”
The carjacker, TJ, was twenty-eight years old and tougher than boot leather—the undisputed leader of the Gangster Nation, one ofAlbany’s biggest gangs.
“What’s wrong wichu, man?” TJ could bench-press 410 and outweighed this dude by sixty pounds. He had no intention of giving back this ride.
He accelerated onto the main road, but Nathan wouldn’t let go. TJ repeatedly smacked Nathan’s face with a vicious right jab, then pounded his fingers to break their grip. “You gonna die, man; you gonna die.”
Nathan’s toes screamed at him, his Mizuno running shoes no match for the asphalt. Occasionally his right foot found the narrow running board for a little relief, only to lose it again when his head took another blow. While one hand gripped the wheel, Nathan clawed at the thief. The pickup veered right and left. Leaning back to avoid the punches, Nathan saw the oncoming traffic.
TJ saw too, and he angled into it, hoping the cars would peel this fool off.
First a silverToyotawhizzed by, then a white Chevy; each veered off to avoid the swerving truck. Nathan Hayes dangled like aHollywoodstuntman.
“Let go, fool!”
Finally Nathan got a good toehold on the running board and used every remaining ounce of strength to yank the steering wheel. The truck lost control and careened off the road. Nathan rolled onto gravel and rough grass.
TJ smashed into a tree, and the air bag exploded into his face, leaving it red with blood. The gangbanger stumbled out of the truck, dazed and bleeding, trying to find his legs. TJ wanted some get-back on this dude who’d dared to challenge him, but he could barely negotiate a few steps without faltering.
The silverDenalifrom the gas station screeched to a halt just a few feet from TJ. “Hurry up, man,” the driver yelled. “It ain’t worth it, dawg. Get in. Let’s go!”
TJ staggered into theDenali, which sped away.
Stunned, Nathan pulled himself toward his vehicle. His face was red and scratched, his blue tattersall shirt stained. His jeans were ripped, his right shoe torn open, sock bloody.
An auburn-haired woman dressed for the gym in black yoga pants jumped out of the passenger side of a whiteAcadia. She ran to Nathan. “Are you okay?”
Nathan ignored her, relentlessly crawling to his truck.
The driver of the SUV, a blonde, was giving their location to the 911 operator.
“Sir,” the auburn-haired woman said, “you need to stay still.” Nathan continued his crawl, disoriented but determined. “Don’t worry about the car!”
Still moving, Nathan said, “I’m not worried about the car.”
He used the tire to pull himself up enough to open the back door of the pickup. An ear-piercing cry erupted from a car seat. The little boy let loose his pent-up shock at the sight of his daddy on his knees, sweaty and bleeding. Nathan reached in to comfort him.
As sirens approached, the auburn-haired woman watched Nathan with his little boy in the tiny denim overalls. This stranger wasn’t blindly obsessed with a possession. He wasn’t crazy.
He was a hero—a father who’d risked his life to rescue his child.
Excerpt from Courageous by Randy Alcorn, Chapter 1.